miércoles, 2 de diciembre de 2015

LA ESTANCIA DEL FONDO



La niña balanceaba los pies sentada en la silla, con cara de aburrimiento y paseando la mirada por enésima vez alrededor. Junto a ella, su madre se miraba las uñas con parsimonia, frotándose de vez en cuando alguna para eliminar imperfecciones apenas perceptibles.
            Todas las sillas de la sala estaban ocupadas por un gran número de personas que esperaban a su turno para entrar en la estancia del fondo, donde de vez en cuando una enfermera con voz de pito salía y gritaba el nombre del siguiente a quien le tocase. Diversos carteles decoraban las paredes de la sala de espera, uno de ellos destacando entre todos, ya que mostraba el motivo por el que la gente estaba allí congregada a la espera de ser atendido. Kasey miró fijamente dicho cartel, en el cual una niña rubia de sonrisa radiante mostraba su brazo derecho con la camiseta arremangada, encontrándose junto a ella un doctor de sonrisa aún más radiante si cabe con una jeringuilla en la mano, cuya aguja se encontraba introduciéndose en la piel de la niña.
            —Para, Kasey —su madre le posó una mano sobre ambas piernas, advirtiéndole con ello de que cejase con el balanceo de las mismas—. Me estás poniendo nerviosa.
            —¿Cuándo nos va a tocar? —preguntó la hija, con una mueca de fastidio en el rostro.
            —Pronto. Así que ten paciencia.
            La puerta de la estancia del fondo se abrió, saliendo una mujer que se presionaba un trozo de algodón sobre el sitio del brazo donde le habían pinchado. Todos los presentes giraron la cabeza hacia la enfermera que salió tras ella, con una hoja en la mano en la que tachó algo.
            —Michael Rider —entonó la enfermera con su voz estridente, levantando la cabeza de la hoja y mirando en derredor.
            Un hombre de traje se levantó de su silla, con la cara lívida y secándose el sudor de la frente. Con pasos lentos se dirigió a la estancia del fondo, cerrándose la puerta cuando él y la enfermera estuvieron dentro.
            —Tengo miedo, mamá —Kasey sentía por dentro ese gusanillo de nervios que tan poco le gustaba.
            Sally cruzó la mirada con una señora mayor que se encontraba sentada enfrente, quien mostraba una cara de pena por el comentario de la niña.
            —¿Miedo a las agujas, cariño? —dijo Sally, acariciando el pelo a su hija—. Será un pinchacito de nada. Ni lo vas a notar. Además, yo también voy a ponerme la inyección y no me ves nerviosa, ¿verdad?
            Kasey negó con la cabeza pero no pudo evitar seguir con ese malestar interno, y más cuando la puerta del fondo volvió a abrirse, levantándose la señora mayor de enfrente al ser llamada por su nombre.
            —¿Y es necesario hacerlo? —preguntó Kasey, esperanzada ante la posible respuesta de que no tenían que hacerlo.
            —Cariño, sabes que sí. No querrás ponerte malita, ¿verdad?
            Finalmente, Sally y Kasey se encaminaron a la estancia cuando les tocó, interponiéndose en su camino la señora mayor que les había precedido, quien se agachó y, con la punta de los dedos, pellizcó a la niña en la mejilla.
            —No tengas miedo, preciosa. No duele nada.
            Sally susurró unas palabras de agradecimiento cuando la mujer se irguió de nuevo y se puso a su altura, mirándose fugazmente a los ojos hasta que la señora abandonó la sala con prisas.
            Una vez dentro, un médico afable les recibió tras una mesa desvencijada de madera sobre la que descansaban varios viales de líquido azul.
            —Bueno, Kasey. Sé que ayudarás a tu madre para que no salga corriendo al ver la aguja —dijo el médico, mostrando unos dientes perfectos al sonreír para animar a la pequeña.
            —Tengo mucha suerte de tener a mi pequeña heroína —contestó Sally, mirando a su hija con orgullo y viendo como esta se tranquilizaba.
            La enfermera trajo un par de jeringuillas, las cuales fueron alimentadas por un vial cada una. Cuando el médico terminó de inyectar a madre e hija les indicó la siguiente estancia a la que tenían que acudir.
            —Muchas gracias por todo, doctor —Sally no pudo evitar que los ojos se le humedecieran.
            —Adiós, Kasey. Has sido muy valiente —el médico revolvió el pelo de la niña, haciendo un gesto a la enfermera para que les acompañase afuera y diese paso al siguiente.
            Sally caminaba junto a su hija agarrada de la mano, contemplando a la gente que quedaba por ser atendida. Doblaron un pasillo a la derecha y llegaron a una doble puerta marrón por la que estaba entrando la señora mayor que les precedió en la estancia del fondo.
            —Tengo un poco de sueño, mamá —Kasey murmuró las palabras, frotándose los ojos con ambos puños.
            —Yo también, mi vida —contestó Sally—. Ahí dentro podremos descansar, ¿te parece?
            Flanquearon la doble puerta y entraron en un espacio enorme lleno de camas plegables y colchonetas por todos sitios. La sala estaba abarrotada de personas que se encontraban tumbadas o sentadas con la espalda apoyada en la pared. El ruido de voces era apenas audible, un mero murmullo que se iba apagando poco a poco.
            Sally se dirigió junto a Kasey a una esquina en la que había una cama libre. Se tumbaron las dos juntas y mirándose.
            —Duerme, mi vida. No me moveré de tu lado.
            —Gracias, mamá —contestó la niña en un tono de voz bajísimo, notando cómo el sueño hacía mella en ella—. Un ratito solo.
            Sally lloró cuando su hija se durmió, notando cómo sus ojos se iban cerrando también por el cansancio. Antes de sucumbir a la inconsciencia, maldijo para dentro por haber llegado a esa situación. Maldijo a todos los países del mundo por haber iniciado ese ataque nuclear entre ellos, dejando el planeta convertido en un erial con imposibilidad de seguir viviendo en él. Maldijo la estupidez humana y la impotencia de no haber podido dar un futuro a su hija. Por otra parte, agradeció la iniciativa del Gobierno de otorgar una forma placentera de acabar con todo, en contraposición de esperar sentado a que la atmósfera irrespirable acabase con ellas.
           Finalmente, Sally se durmió con la mano apoyada en la mejilla de su hija. Se permitió una última sonrisa por saber que su hija murió sin sufrir y sin saber.

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